miércoles, 22 de agosto de 2012

Algo muy grave va a suceder en este pueblo

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.
 
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

-Te apuesto un peso a que no la haces.

Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.

Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.

Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)

-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.

Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.

Gabriel García Márquez

“La muerte tiene permiso”


 Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.

            - Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándoles a ser sucios por dentro...

            - Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.

            - ¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.

            - Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué?, estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso?

            El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros.

            Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan el las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre de campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.

            Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre.

            Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano.

            Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.

            El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades.

            - Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.

Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un candil.

            Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es que debe tomar la palabra.

            - Yo crioque Jilipe: sabe mucho...

            - Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez...

             No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:

            - Pos que le toque a Sacramento... Sacramento espera.

            - Ándale, levanta la mano... La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra está concedida.

            - Órale, párate.

            La mano baja cuando Sacramento se pone de pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:

            - A ver ese que pidió la palabra, lo estamos esperando.

            Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.

            - Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja contra el presidente municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con las suyas.

Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al presidente municipal.

            Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.

            - Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos quería cobrar de más. Pero el presidente municipal trajo unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaba las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos...

            Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.

            - Pos luego lo de m’ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al presidente municipal, pa reclamarle... Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del presidente municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada...

            La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla al extremo de la mesa.

            - Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el presidente municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos...

            Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de Sacramento es lo único que resuena en el recinto.

            - Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el presidente municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con Herminio y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a la fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a de veras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.

            Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.

            - Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes  -Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al presidente municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano...

            - Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.

            -  Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.

            -  No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia; ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.

            -  Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.

            -  Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.

            -  ¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian?. Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene.

            Yo exijo que se someta a votación la propuesta.

            -  Yo pienso como usted, compañero.

            -  Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una petición como ésta.

            Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre de campo. Su voz es  inapelable.

            - Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.

            Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos.

            - Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al presidente municipal, que levanten la mano...

            Todos los brazos se tienden en alto. También los de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa.

            - La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan.

            Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.

            - Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde  ayer el presidente de San Juan de las Manzanas está difunto.
Edmundo Valadés

lunes, 21 de mayo de 2012

Es de día

Es de día, el sol ha salido, y sí, así es, tú no estas aquí
Las noches que en vela esperé por ti han terminado por marcharse
La luna y las lágrimas que gritaban por ti se han esfumado
Hoja tras hoja el piso del amor se fue confundiendo con el desierto
Tan hermético tu silencio que las palabras del corazón no se liberaron
Lograste dominar y callar la sangre que galopaba por tu ser
Encerrados en el sótano las ilusiones dejaste desolados
Los sueños en revuelta se han adormecido con el frío del invierno
El palpitar de mi corazón se ha recuperado de tanto sobresalto
Las ideas que antes navegaban por el mar de mi mente han naufragado
El deseo de correr y vivir el universo entero a tu lado se ha congelado
Pese a que la lluvia y el amor se resisten a que me retire
En total desolación y desencanto se hayan las estrellas en mi cielo
Lo cierto ahora es que es el recorrido del sol parece concluir su ciclo
La misma tormenta ha hecho que se cubra de armadura mi alma
Desconociendo el paradero de la llave, el sentido del sendero
No hay más sed que saciar, la sal ha secado mi garganta
No hay más palabras qué armar, la indiferencia ha borrado la memoria
No hay más besos ni promesas para dar, todo ha escapado
No hay más tiempo qué esperar, las manecillas se han desprendido del reloj
Una luz marchita juega con la rendija de la puerta por cerrar
Sin embargo, mis manos están en la perilla queriendo escapar
Si no hay nada que esperar no hay más por qué luchar
Esa luz que gritaba desde dentro se está confundiendo con el rayo matinal
Corre, galopa, vuela, aún podrías alcanzarme en la luna
Pero ya no hay más que susurrar, no hay más qué pintar
Tus huellas y tus señales han dejado una estela inconfundible de vacio
Tu camino ha remarcado el sendero solitario que iniciaste
Es de día, el sol ha salido, y sí, así es, tú no estás aquí
Como siempre el silencio es la melodía de mis noches
Tan distantes son los cantos que entonamos y escuchamos
Tan alejados uno del otro los latidos de la vida que nos empujan a vivir
Sé que la noche estará siempre ahi, que el rastro de tu paso quedará 
Y no quiero quedarme para mirar pasar mi vida en desdén
Tengo que arrancar de las estrellas la fuerza y ​​el brillo que perdió 
La inmensidad del amor que prodigué serán mi escudo en la batalla final
Nada quedó a la deriva, todo fue parte del rico néctar que ahora la flor despide
Es un adiós sin adiós que se perderá en el juego del olvidó mañana
Sin ataduras ni predicciones en ningún momento del tiempo
Se han liberado las alas de la vida para maravillarse de los rayos de sol que van emergiendo
Del día anterior no quiero nada ya…
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Iosefinzani

El amor que renuncia a morir...


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Esta mañana me ha parecido haber escuchado los pasos del general, inmediatamente ordené preparar agua para café, me alisté como pude, el tiempo se he había ido sin darme cuenta, había tenido una semana pesada, así que no me incomodó dormir un poco más aquel sábado.
Se abre la puerta del aposento, si, tal como lo supuse era mi coronel, era el héroe que todo el pueblo recibía con alegría, cada día que pasaba yo lo percibía más guapo, o será que cada día me iba enamorando más de él?Eran ya 20 años de nuestra vida juntos, sin embargo, cada vez que lo miraba frente a mí, podía sentir cómo mis pies temblaban de la emoción. Era inevitable no enamorarse de él, un hombre tan cálido, generoso, amable, delicado en su trato para conmigo, cariñoso, sensible, cualquiera dudaría que con ese carácter pudiese enfrentar las batallas a las que era enviado. Sólo yo sabía y conocía el otro lado de mi general.
Le había conocido entre una multitud que se agolpaban frente a un grupo de mesas, puestas expresamente para torneos de juegos de mesa, recuerdo bien su concentración en la partida que estaba entablando, no se cómo fue mi atrevimiento en aquel tiempo que sin dudarlo, pedí se me concediera un turno, así que lo reté, él llevaba buena racha, así que me parecía hasta cierto punto vanidoso, cosa que me fastidiaba la existencia. Sin querer llegó mi turno, justo contra él, no lo había previsto tan pronto así, pero se dio la oportunidad, al paso del juego fuimos charlando entre monosílabos y silencios, poco a poco fui dándome cuenta que poseía algo que me atraía, era demasiado pronto para sacar conclusiones sobre sentimientos y sensaciones, pero algo hacía que quisiera estar más tiempo enfrentándolo. El tiempo se agotó, las partidas realizadas al final no le dieron el triunfo a ninguno de los dos, pero algo más profundo había surgido. Iniciamos una insípida amistad, de momento perdí el interés, así que el tiempo fue pasando, en algunas ocasiones coincidíamos en algún evento social, fuimos tratándonos poco a poco.
Por aquel tiempo, no tenía interés alguno en involucrarme emocionalmente con nadie, me atraía, pero no quería comprometer mi corazón, pues aún aguardaba por aquel primer amor, que hacía algunos meses se había comprometido intempestivamente con una mujer, cuya personalidad y aparición desquiciaron mi vida, la llegué a culpar y detestar por haberme arrebatado a mi gran amor; sin embargo con el paso del tiempo comprendí que ella sólo puso las cosas en su lugar y me mostró a la persona a quien yo había ofrendado todo mi ser; las cosas de la vida, al poco tiempo ella hizo como que se marchó y no. Bueno, esa ya no es mi historia. El punto es que a pesar que fui conociendo y saliendo a escondidas con el general, no me terminaba de convencer, y menos un hombre cómo él, que desde ese entonces ya estaba en encomiendas por tierras lejanas, mi autoestima por entonces no me ayudaban mucho, por el golpe bajo que terminaba de atravesar; pero, no contaba con la terquedad, la constancia y el amor que este hombre me prodigaba ahora, era tan hermoso que no podía creer lo que me sucedía a su lado, me hacía sentir una princesa, el centro del universo, claro, sin que yo perdiera el piso, no volvería a perderme entre las nubes a la primer oportunidad, así que me mantuve fría e indiferente ante esta nueva experiencia.
El tiempo ha pasado, no puedo o no quiero reconocer aún que desde esa primera vez sentí la necesidad de no separarme más de su lado, me sentía en verdad en otro mundo; se dice que después de una mala experiencia lo lógico es ser más cautelosa ante otra relación, y lo hice, pero su amor y atenciones podían más que mi voluntad y determinación, que no hizo mucho. Y hoy, después de estos años, no he dejado de amarlo un sólo día, no hay noche en que no mire a las estrellas para suspirar por su presencia, los días en que no está se me hacen eternos, no logro controlar la angustia de saberle lejos, pero Dios que es tan bueno, me lo ha regresado bien. La promesa nupcial no ha dejado de estar presente, nuestro amor es hasta siempre.
Nuestros hijos ya han crecido, y tal como los visualizábamos han resultado, hemos sido los padres que quisimos ser, parece que no lo hemos hecho tan mal, cada uno de nosotros tenía su historia familiar, así que fuimos reforzando lo bueno y evitando lo que provocara alejamiento o dañara el crecimiento de nuestros retoños.
Si, mi general está frente a mí, y pese al temblor de mis pies y la emoción que me embarga me he quedado pasmada repasando en un instante nuestra historia. Cuanto le amo, siento la necesidad de abrazarle y hacerle sentir todo el amor que hay en mi vida para él.
FIN
Iosefinzani

Hojas en manos del viento

Lo que es mi amor por ti:
Es como una mañana radiante, con el sol que abraza sin quemar, con la brisa fresca que acaricia tu rostro.
Es como la tarde en que el sol se toma el tiempo de ir recorriendo cada parte del universo, como queriéndolo tatuar en su memoria.
Es como un manantial que corre tan delicadamente por un sendero desierto, volviéndose el mayor motivo de alegría.
Es como un árbol que acaba de descubrir cuanto cobijo puede dar en una tarde de tormenta.
Es como una ola que se levanta tan violentamente pero que al tocarte se hace casi imperceptible.
Es como una estrella que hoy lanza su mayor brillo, a sabiendas de su próximo su final.
Es como una flor que hasta este día, y tras largas temporadas sin humedad, recibe las gotas de un rocío inesperado.
Es como un niño que toma la mano de sus padres, como queriéndoles gritar su infinito gozo.
Es como una montaña que tantas veces ha sido escalada, y que sin embargo, hasta hoy se descubre tan majestuosa.
Es una ilusión que rebasa el latir de mi corazón.
Es una razón de vida que grita por ti.
Es la más grande dicha que he podido recibir.
Es el encuentro más esperado y el que jamás espera dejar de ser.
Es el respiro entre cortado, mezclado con largos suspiros, al estar junto a ti.
Es la caricia más sutil que toca el alma y lo transforma.
Es la sonrisa que no es más que el reflejo del estado del corazón.
Es lo más grande que a mi vida llegó.
Esto, y entre miles de cosas, sensaciones y emociones más,
ES MI AMOR POR TI

Iosefinzani

UN DÍA DE ESTOS…

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
– Papá.
– Qué
– Dice el alcalde que si le sacas una muela.
– Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
– Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
– Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
– Papá.
– Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
– Dice que si no le sacas la mela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
– Bueno –dijo–. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
– Siéntese.
– Buenos días –dijo el alcalde.
– Buenos –dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cabeza hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una presión cautelosa de los dedos.
– Tiene que ser sin anestesia –dijo.
– ¿Por qué?
– Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
– Esta bien –dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, mas bien con una marga ternura, dijo:
– Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
– Séquese las lágrimas –dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose. "Acuéstese –dijo– y haga buches de agua de sal." El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
– Me pasa la cuenta -dijo.
– ¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:
– Es la misma vaina.
Gabriel García Marquez

LÁZARO Y EL RICO

Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico… pero hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado.
«Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno.
Y, gritando, dijo: "Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama."
Pero Abraham le dijo: "Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros."
«Replicó: "Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento."
Díjole Abraham: "Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan."
El dijo: "No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán."
Le contestó: "Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite."»
Lc 16,19-31

El ruiseñor y la rosa

-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín.

Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.
-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.
Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.
-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.
-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.
-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.
-Llora por una rosa roja.
-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!
Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.

Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.

De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.

Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.

En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.
-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el arbusto meneó la cabeza.

-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.

-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?

-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.

-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.

-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.

-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?
Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.

-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.

El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.

Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.

-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!

Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.

Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.
"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"
Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.

Al poco rato se quedo dormido.
Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.

Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.
Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.
Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.
Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.
La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.

Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.
Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.

Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.
Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.
Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.
Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.
Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.
La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.
El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.
El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.
-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.
Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.
A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.
-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.
E inclinándose, la cogió.
Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.
Pero la joven frunció las cejas.
-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.
-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.
Y tiró la rosa al arroyo.
Un pesado carro la aplastó.
-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.
Y levantándose de su silla, se metió en su casa.
"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.
Oscar Wilde

Remembranzas del pasado

Viaje a mis adentros...



Anoche soñé que llegabas, te miré a lo ojos, pude ver todo cuanto ocurría en tu corazón, todo cuanto habías callado y que por temor nunca dijíste, sentí que el mundo se hizo nada, que mi corazón estaba fuera de si, sentí estar flotando en el infinito, tan obscuro pero tapizado de miles de estrellas y de más cosas cósmicas.

Te miré a los ojos, pude conocerte realmente, supe quien eres y lo que haz estado buscando, lo que haz sacrificado y lo que ahora estás dispuesto a vivir, pude ver toda tu vida correr ante mí, comprender tus silencios y tus ausencias.

Te abracé, te abracé como queriendo atraparte por siempre, queriendo tenerte eternamente a mi lado, te abracé queriendo decirte que estaba ahí contigo, sólo para ti, como lo ha sido siempre, queriendo comunicarte que había esperado por tí desde siempre, que mi alma se sentía ahora plena e inmensamente feliz por tenerte así.

Sentí tu mano, acaricié cada línea de tu palma, cada parte de tus dedos, como queriendo redescubrir mi vida en ti, como si de siempre hubieses estado aquí, uní mi mano a la tuya, pensando que en adelante sólo tu y yo caminaremos hasta la otra vida.

Si, te soñé, te soñé, te soñé, fui la mujer más feliz del mundo, te vi tan real, pensé estar ya en el mismísimo cielo; sentí tu presencia aquí, después de tantos años esperarte, al fín estar juntos.

Y hoy, despierto, mirando la realidad, aceptando tu partida (como si alguna vez hubieses estado presente), comenzando a querer olvidarte, pero todo cuanto intento es imposible, hace ya dos siglos que te fuiste, y en mi corazón el tiempo no ha pasado; en mi mente tus palabras y tus pensamientos permanecen, tu respiración sigo escuchando, los latidos de tu corazón siguen en mi. Es tan difícil aceptar que te haz ido, que nada cuanto hice te detuvo, mi corazón llora tu ausencia, implora a la vida una explicación, tan lejos te haz ido, es tanta la distancia que hay entre tu y yo que resulta insalvable cualquier intento por acercarme, ningún medio puede llevarme a ti.

La idea de resolver contrariedades en nuestro andar se ha vuelto hoy cenizas, he visto tu equipaje, lo curioso es que jamás lo abriste, sabías que estabas de paso, que el camino a mi lado era sólo una vereda a tu destino final; te deseo buen viaje.

¿Sabías acaso de mi existencia? ¿Alguna vez fuiste consciente de ello? Hoy me doy cuenta que no, físicamente te vi, pero en esencia jamás estuviste aquí, tan dura es la realidad, tan cruel resulta la vida desde este episodio, tan ilógico resulta el amor que te juré.

Y mi mundo de pronto cae a su realidad, con un paisaje poco grato; y sin embargo, es la realidad, bendita realidad, que hace sacudir los escombros del alma, que provoca despertar de golpe ante este dulce y a la vez cruel sueño.

Por unas once horas fui inmensamente feliz, es hora de despertar y acomodar las hojas de este diario que amenazan en desaparecer si no me apuro; once horas, once horas… casi once horas y te fuiste. Sólo el suspiro de haberte conocido al fin me queda tan marcado en el corazón, porque aunque sólo fue por un efímero tiempo, se que si estuviste aquí. Lo paradójico es que yo en ti jamás estuve.

Si alguna vez te atreves a mirarme en tus sueños, ruegote devuelvas mi alma, mi ilusión por amar y mis sueños por vivir.
Hasta mañana.
Dulces sueños.
Iosefinzani