lunes, 22 de mayo de 2017

De lo civilizado a las bestias

Hoy aproximadamente a las 9:40 am, fui testigo de un hecho indignante en el metro. Estaba de Sur a Norte, dirección Indios Verdes.

Todo “iba bien”, pese a que se estaba haciendo casi de cuatro a cinco minutos en cada estación, hasta que en una, después de bajarse la gente, yo me acerco a la puerta, puesto que bajo en la siguiente. Sube otro grupito que va pasando hacia la otra puerta y acomodándose -el vagón iba más que lleno-, hasta ahí normal; sólo que cuando ya está por cerrarse la puerta, noto que empiezan a salir disparados, una, dos, tres, cuatro personas y así otras dos o tres más siguiendo a la primera por las escaleras de salida -una mujer incluida en ese grupo-, no entiendo lo que pasa, me asusto y lo primero que se me viene a la mente es jalar la palanca: no sé si ha ocurrido un accidente, se han desmayado, hirieron a alguien o qué pasa. No reacciono, hasta que gritan, jalen la palanca; es un extranjero con su pareja los que gritan desesperados, mientras se palpan y se dan cuenta que les han robado (y como buenos mexicanos de este tiempo, la gente que estaba al lado de ellos y cerca de la palanca, permanecen indiferentes, hasta que ese mismo hombre la alcanza y pide de favor le ayuden a abrir la puerta, puesto que el tren inicia la marcha –todo esto en cuestión de segundos-. Gracias a Dios la palanca funcionó y se detuvo, al tiempo que forzaron las puertas para que esta pareja pudiera salir corriendo de tras de esas estúpidas personas, que obviamente, ya no encontrarían, casi estoy segura de ello.

Es tan indignante esta situación y me causa una infinita impotencia, por las siguientes razones:
1.       No hay ya sentido de solidaridad, ya cada cual a lo suyo. Ninguno de los hombres que estaban en los asientos de la palanca -y los que estaban parados en la puerta- hicieron absolutamente nada, ni por detener o seguir a esos infelices, ni por ayudar con su activación. Para abrir la puerta, dos se dignaron a ayudar a este hombre, pese a los gritos de ayuda.
2.       Ni un infeliz policía se presentó cuando se activó la palanca, ni los diez minutos que estuvo detenido el tren con las puertas cerradas -luego de que salió esta pareja-, para revisar o indagar sobre el motivo de la activación de la alarma y mucho menos para auxiliar a estas personas.
Tengo rabia, para gritar y llorar de coraje. Estoy harta de estos “seres humanos”, estos que ya no tienen el más mínimo sentido de humanidad; por tanto, a mi parecer, son bestias sin capacidad de empatía, dolor, solidaridad -que en algún tiempo hubo o que buscamos exista, entre varios valores más. Estamos ahora tan enfermos de violencia, odio y prejuicios comprados que nos hacen estar dormidos o ajenos a lo que le pase al que tengo a lado, antes bien nos sumamos al linchamiento sin el más mínimo proceso de investigación, para determinar si nuestro modo de actuar es acorde a la realidad. Entre total indiferencia o violencia ciega.

Lo que más tristeza me da, es que esta situación no es más que producto y reflejo de un país podrido que ha perdido su esencia, y que pareciera va a peor. Parte de todo lo que ocurre ahora no es más que consecuencia de todo un sistema social, cultural, económico y político que va dejando a su paso seres enfermos que buscan subsistir pese a la vida y trabajo de otros. Generando el actuar como viles bestias, antes que razonar o ponerse en el zapato del otro. Aún más, se apoya o cobija a quienes causan o son parte de que esto se haya dado y se esté dando. Seres indolentes y pareciera, descerebrados. Llevándonos a convivir con la violencia, las desapariciones, los encarcelamientos o asesinatos a causa de la justicia, la impunidad, la corrupción, el cinismo abrumador de un sistema político que en nuestra cara vomita la porquería de personas que lo integran, en su mayoría, como si de algo natural se tratara. 
“Mientras no me pase a mí”... Y el estúpido discurso conformista y lavado de cerebro: “los responsables del cambio del país no es el gobierno, eres tú y lo que haces cada día”. Qué discurso tan más enfermo y surrealista. Me encantaría que lo dijeran si estuviesen sin trabajo, sin oportunidad de estudiar, sin respuesta ante un asesinato o desaparición forzada, sin oportunidad de darle una vida digna a su familia; y no por flojos, sino porque en el medio en el que viven no hay posibilidades de hacer más que sobrevivir un día tras otro, donde sus tierras son saqueadas, vendidas o expropiadas, donde son amenazados de que no se les apoyará con servicios básicos o seguridad si se atreven a levantar la voz;  y quienes lo han hecho, ya están bajo tierra o presos o desaparecidos. Sumidos en una dinámica conformista y paternalista, con tal de no perder el poder que tienen sobre ellos y los privilegios que de ellos obtienen. Su pobreza, conformismo e ignorancia es moneda de cambio y negocio para tiempos electorales y fines mezquinos. ¡Claro que el gobierno tiene parte en lo que el país -ciudadanos- es ahora! El modo de gestionar la nación no ha sido mirando por el bien común de la gente, ni pensando en el progreso desde la inclusión de grupos minoritarios o vulnerables, y muchísimo menos en el interés por facilitar las condiciones de un progreso integral de las personas, con todo lo que ello implica.

Me indigna y da muchísima pena la inconsciencia de quienes están dentro de la política, donde encuentran el medio perfecto para llenar sus bolsillos, pasando por encima de los derechos de quienes no tienen voz o autoridad para defenderse.

Pobres políticos, y aquellos que les secundan en sus miserias, se han olvidado que tienen descendientes, que su vida no es más que cuestión de tiempo -como el de todo ser vivo-, que tienen hijos o niños pequeños para quienes son modelo y ejemplo de vida. Más aún, que cuando mueran, por más que quieran ser enterrados en una caja de oro, en el cementerio o nicho más exclusivo o cremados con todos los lujos, jamás de todo lo robado y acumulado -desde la sangre y la dignidad de otros- se podrán llevar, ¡qué pena para ellos!

Ruego a Dios tengamos la capacidad de ver y ser conscientes de lo que realmente somos: seres humanos que estamos de paso por esta vida. Hemos recibido el don de la vida para disfrutar de un mundo maravilloso y perfecto, conviviendo en nuestro trayecto con otras personas que tienen su propia historia y dolor natural a superar. Somos todos compañeros de viaje, donde en algunos momentos nos acompañan y en otros acompañamos; sin olvidar la gran responsabilidad de quienes tienen la misión de formar y guiar a sus hijos para ser personas de bien.


Es esto una mezcla de rabia, dolor, tristeza y esperanza; que confieso, esto último, me está costando.


Josefina Zaragoza

lunes, 16 de diciembre de 2013

Las neuronas vagas en la mortalidad del cangrejo

Si somos más racionales que sensitivos, si nuestro sentido científico estuviese en un buen sentido de desarrollo, en el ámbito personal, nos daríamos cuenta que un alto porcentaje de cuanto sucede o provocamos no es más que fruto de realidades que no podemos ni ver ni tocar y mucho menos demostrar. De ahí que mi pregunta es, ¿por qué tanto afán por perseguir aquello de lo que sí tenemos prueba es totalmente efímero y dañino?
¿Por qué esa necedad de querer vivir un mismo patrón social? O mejor dicho ¿por qué la pasión por acabar con aquello que sí se ha ido perfeccionando?
Por qué querer atar nuestra existencia a un modelo, a una idea, a una persona o a un código siendo que en su momento fue sólo un medio para dar paso a un nuevo ser humano. ¿Por qué querer seguir siendo un ser elemental y casi arcaico? Confundido entre sus propias penumbras, de la cuales se aferra como auténtica verdad.
¿En qué  momento o espacio de nuestra esencia se encuentra ese elemento que nos forza a tener que recorrer un mismo camino que la humanidad, en historia individual, ha caminado una y otra vez millones de veces y no nos liberamos y nos atrevemos a andar bajo las riquezas que nos han dejado, para encontrarnos en el ámbito trascendente del cual surgimos y en cual vivimos y experimentamos la plenitud de nuestra existencia?
Vivimos en un perpetuo infantilismo como humanidad, del cual como diría Platón, sólo pocos han tenido acceso a esa luz y se han liberado de toda esa carga que no hace más que acrecentar la insatisfacción o sentido de vacío, porque ontológicamente se sabe traidor a su fin último.
Tenemos la llave, el medio para acceder a realidades supremas para comprender y gustar de todo cuanto abarca el universo, de absolutamente todo, para así poder maravillarnos de todo cuanto había antes de ser llamados a la vida. Nos hemos casado muy bien aún tiempo cíclico, olvidándonos que nuestra vida no es cíclica sino lineal/trascendente, que el devenir va bien con el mundo físico/alterno pero no con nuestro ser, pues nuestro paso por esta vida es sólo una vez; lo cual ha provocado, desde hace miles de años, que el pánico embargue al enfrentar la realidad de la finitud y la limitación como especie terrenal, formulándose la creencia en la reencarnación, rogando por una segunda oportunidad al no vivir libres desde que se ha sido consciente de sí mismo y del Todo. La vida es más simple de lo que parece.
Hay elementos instintivos como especie que parecen tener más peso en el modo en cómo desarrollamos nuestro rol humano, haciendo que nos aferremos a la inmanencia, que no es qué no sea productivo, sino que en buena medida se toma como el todo; de desear y optar por una vida en esta línea debe ser con un propósito firme de no ser más que una guía o una oportunidad de aportar personas con un nivel de consciencia que ayude a otros a descubrir la razón y dirección de su existencia; una tarea nada fácil, pues hay que sortear todos los sistemas políticos-económico-sociales-culturales o tendencias amorales, estas últimas “legitimadas” con las banderas de los derechos fundamentales, antes de lograr tal cometido, el cual no es imposible.
Todo lo anterior es lo que hace que nuestra alma ansíe tanto ese encuentro, esa visión, esa realidad, y lo hace porque está inscrita en ella misma esa noción y experiencia. Cobrando total sentido lo declarado por San Agustín: Nuestra alma estará inquieta hasta que descanse en Ti.

Josefina Zaragoza

sábado, 9 de noviembre de 2013

ASPECTOS DE LA MEDITACIÓN CRISTIANA

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
 
CARTA A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNOS ASPECTOS DE LA MEDITACIÓN CRISTIANA*
(15 de octubre de 1989)

ÍNDICE
I. Introducción
II. La oración cristiana a la luz de la revelación
III. Modos erróneos de hacer oración
IV. El camino cristiano de la unión con Dios
V. Cuestiones de método
VI. Métodos psicofísicos-corpóreos
VII. «Yo soy el camino»


I. Introducción
1. El deseo de aprender a rezar de modo auténtico y profundo está vivo en muchos cristianos de nuestro tiempo, a pesar de las no pocas dificultades que la cultura moderna pone a las conocidas exigencias de silencio, recogimiento y oración. El interés que han suscitado en estos años diversas formas de meditación ligadas a algunas religiones orientales y a sus peculiares modos de oración, aun entre los cristianos, es un signo no pequeño de esta necesidad de recogimiento espiritual y de profundo contacto con el misterio divino. Sin embargo, frente a este fenómeno, también se siente en muchos sitios la necesidad de unos criterios seguros de carácter doctrinal y pastoral, que permitan educar en la oración, en cualquiera de sus manifestaciones, permaneciendo en la luz de la verdad, revelada en Jesús, que nos llega a través de la genuina tradición de la Iglesia.
La presente Carta intenta responder a esta necesidad, para que la pluralidad de formas de oración, algunas de ellas nuevas, nunca haga perder de vista su precisa naturaleza, personal y comunitaria, en las diversas Iglesias particulares. Estas indicaciones se dirigen en primer lugar a los obispos, a fin de que las hagan objeto de su solicitud pastoral en las Iglesias que les han sido confiadas y, de esta manera, se convoque a todo el pueblo de Dios —sacerdotes, religiosos y laicos— para que, con renovado vigor, oren al Padre mediante el Espíritu de Cristo nuestro Señor.
2. El contacto siempre más frecuente con otras religiones y con sus diferentes estilos y métodos de oración han llevado a que muchos fieles, en los últimos decenios, se interroguen sobre el valor que pueden tener para los cristianos formas de meditación no cristianas. La pregunta se refiere sobre todo a los métodos orientales[1]. Actualmente algunos recurren a tales métodos por motivos terapéuticos: la inquietud espiritual de una vida sometida al ritmo sofocante de la sociedad tecnológicamente avanzada, impulsa también a un cierto número de cristianos a buscar en ellos el camino de la calma interior y del equilibrio psíquico. Este aspecto psicológico no será considerado en la presente Carta, que más bien desea mostrar las implicaciones teológicas y espirituales de la cuestión. Otros cristianos, en la línea del movimiento de apertura e intercambio con religiones y culturas diversas, piensan que su misma oración puede ganar mucho con esos métodos. Al observar que no pocos métodos tradicionales de meditación, peculiares del cristianismo, en tiempos recientes han caído en desuso, éstos se preguntan: ¿no se podría enriquecer nuestro patrimonio, a través de una nueva educación en la oración, incorporando también elementos que hasta ahora eran extraños?
3. Para responder a esta pregunta, es necesario ante todo considerar, aunque sea a grandes rasgos, en qué consiste la naturaleza íntima de la oración cristiana, para ver luego si y cómo puede ser enriquecida con métodos de meditación nacidos en el contexto de religiones y culturas diversas. Para iniciar esta consideración se debe formular, en primer lugar, una premisa imprescindible: la oración cristiana está siempre determinada por la estructura de la fe cristiana, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la criatura. Por eso se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre y Dios. La oración cristiana expresa, pues, la comunión de las criaturas redimidas con la vida íntima de las Personas trinitarias. En esta comunión, que se funda en el bautismo y en la eucaristía, fuente y culmen de la vida de Iglesia, se encuentra contenida una actitud de conversión, un éxodo del yo del hombre hacia el Tú de Dios. La oración cristiana es siempre auténticamente personal individual y al mismo tiempo comunitaria; rehúye técnicas impersonales o centradas en el yo, capaces de producir automatismos en los cuales, quien la realiza, queda prisionero de un espiritualismo intimista, incapaz de una apertura libre al Dios trascendente. En la Iglesia, la búsqueda legítima de nuevos métodos de meditación deberá siempre tener presente que el encuentro de dos libertades, la infinita de Dios con la finita del hombre, es esencial para una oración auténticamente cristiana.
II. La oración cristiana a la luz de la revelación
4. La misma Biblia enseña cómo debe rezar el hombre que recibe la revelación bíblica. En el Antiguo Testamento se encuentra una maravillosa colección de oraciones, mantenida viva a lo largo de los siglos en la Iglesia de Jesucristo, que se ha convertido en la base de la oración oficial: el Libro de los Salmos o Salterio[2]. Oraciones del tipo de los Salmos aparecen ya en textos más antiguos o resuenan en aquellos más recientes del Antiguo Testamento[3]. Las oraciones del Libro de los Salmos narran sobre todo las grandes obras de Dios con el pueblo elegido. Israel medita, contempla y hace de nuevo presentes las maravillas de Dios, recordándolas a través de la oración.
En la revelación bíblica, Israel llega a reconocer y alabar a Dios presente en toda la creación y en el destino de cada hombre. Le invoca, por ejemplo, como auxiliador en el peligro y la enfermedad, en la persecución y en la tribulación. Por último, siempre a la luz de sus obras salvíficas, le alaba en su divino poder y bondad, en su justicia y misericordia, en su infinita majestad.
5. En el Nuevo Testamento, la fe reconoce en Jesucristo —gracias a sus palabras, a sus obras, a su Pasión y Resurrección— la definitiva autorrevelación de Dios, la Palabra encarnada que revela las profundidades más íntimas de su amor. El Espíritu Santo hace penetrar en estas profundidades de Dios: enviado en el corazón de los creyentes, «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Cor 12). El Espíritu, según la promesa de Jesús a los discípulos, explicará todo lo que Cristo no podía decirles todavía. Pero el Espíritu «no hablará por su cuenta, … sino que me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (Jn 16, 13 s.). Lo que Jesús llama aquí «suyo» es, como explica a continuación, también de Dios Padre, porque «todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (Jn 16, 15).
Los autores del Nuevo Testamento, con pleno conocimiento, han hablado siempre de la revelación de Dios en Cristo dentro de una visión iluminada por el Espíritu Santo. Los Evangelios sinópticos narran las obras y las palabras de Jesucristo sobre la base de una comprensión más profunda, adquirida después de la Pascua, de lo que los discípulos habían visto y oído; todo el evangelio de Juan está iluminado por la contemplación de Aquel que, desde el principio, es el Verbo de Dios hecho carne; el apóstol Pablo, al que el Señor Jesús se apareció en el camino de Damasco en su majestad divina, intenta educar a los fieles para que puedan «comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad (del Misterio de Cristo) y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento», para que se vayan llenando «hasta la total Plenitud de Dios» (Ef 3, 18 s.); el Apóstol confiesa que el «Misterio de Dios es Cristo, en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 3) y —precisa—: «Os digo esto para que nadie os seduzca con discursos capciosos» (v. 4).
6. Existe, por tanto, una estrecha relación entre la revelación y la oración. La constitución dogmática Dei Verbum nos enseña que, mediante su revelación, Dios invisible, «movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía»[4].
Esta revelación se ha realizado a través de palabras y de obras que remiten siempre, recíprocamente, las unas a las otras; desde el principio y de continuo todo converge hacia Cristo, plenitud de la revelación y de la gracia, y hacia el don del Espíritu Santo que hace al hombre capaz de recibir y contemplar las palabras y las obras de Dios, y de darle gracias y adorarle, en la asamblea de los fieles y en la intimidad del propio corazón iluminado por la gracia divina.
Por este motivo la Santa Iglesia recomienda siempre la lectura de la Palabra de Dios como fuente de la oración cristiana; al mismo tiempo, exhorta a descubrir el sentido profundo de la Sagrada Escritura mediante la oración «para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras”»[5].
7. De cuanto se ha recordado se siguen inmediatamente algunas consecuencias. Si la oración del cristiano debe inserirse en el movimiento trinitario de Dios, también su contenido esencial deberá necesariamente estar determinado por la doble dirección de ese movimiento: en el Espíritu Santo, el Hijo viene al mundo para reconciliarlo con el Padre, a través de sus obras y de sus sufrimientos; por otro lado, en el mismo movimiento y en el mismo Espíritu, el Hijo encarnado vuelve al Padre, cumpliendo su voluntad mediante la Pasión y la Resurrección. El «Padrenuestro», la oración de Jesús, indica claramente la unidad de este movimiento: la voluntad del Padre debe realizarse en la tierra como en el cielo (las peticiones de pan, de perdón, de protección, explicitan las dimensiones fundamentales de la voluntad de Dios hacia nosotros) para que una nueva tierra viva y crezca en la Jerusalén celestial.
La oración del Señor Jesús[6] ha sido entregada a la Iglesia («así debéis rezar vosotros», Mt 6, 9); por esto, la oración cristiana, incluso hecha en soledad, tiene lugar siempre dentro de aquella «comunión de los santos» en la cual y con la cual se reza, tanto en forma pública y litúrgica como en forma privada. Por tanto, debe realizarse siempre en el espíritu auténtico de la Iglesia en oración y, como consecuencia, bajo su guía, que puede concretarse a veces en una dirección espiritual experimentada. El cristiano, también cuando está solo y ora en secreto, tiene la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en el Espíritu Santo, junto con todos los santos para el bien de la Iglesia[7].
III. Modos erróneos de hacer oración
8. Ya en los primeros siglos se insinuaron en la Iglesia modos erróneos de hacer oración, de los cuales se encuentran trazas en algunos textos del Nuevo Testamento (cf. 1 Jn 4, 3; 1 Tim 1, 3-7 y 4, 3-4). Poco después, aparecen dos desviaciones fundamentales de las que se ocuparon los Padres de la Iglesia: la pseudognosis y el mesalianismo. De esa primitiva experiencia cristiana y de la actitud de los Padres se puede aprender mucho para afrontar los problemas presentes.
Contra la desviación de la pseudognosis[8], los Padres afirman que la materia ha sido creada por Dios y, como tal, no es mala. Además sostienen que la gracia, cuyo principio es siempre el Espíritu Santo, no es un bien natural del alma, sino que debe implorarse a Dios como don. Por esto, la iluminación o conocimiento superior del Espíritu —«gnosis»—no hace superflua la fe cristiana. Por último, para los Padres, el signo auténtico de un conocimiento superior, fruto de la oración, es siempre la caridad cristiana.
9. Si la perfección de la oración cristiana no puede valorarse por la sublimidad del conocimiento gnóstico, tampoco puede serlo en relación con la experiencia de lo divino, como propone el mesalianismo[9]. Los falsos carismáticos del siglo IV identificaban la gracia del Espíritu Santo con la experiencia psicológica de su presencia en el alma. Contra éstos, los Padres insistieron en que la unión del alma orante con Dios tiene lugar en el misterio; en particular, por medio de los sacramentos de la Iglesia, y además esta unión puede realizarse también a través de experiencias de aflicción e incluso de desolación; contrariamente a la opinión de los mesalianos, éstas no son necesariamente un signo de que el Espíritu ha abandonado el alma, sino que, como siempre han reconocido los maestros espirituales, pueden ser una participación auténtica del estado de abandono de nuestro Señor en la cruz, el cual permanece siempre como Modelo y Mediador de la oración[10].
10. Ambas formas de error continúan siendo una tentación para el hombre pecador, al que instigan para que trate de suprimir la distancia que separa la criatura del Creador, como algo que no debería existir; para que considere el camino de Cristo sobre la tierra, por el que Él nos quiere conducir al Padre, como una realidad superada; para que degrade o equipare al nivel de la psicología natural, como «conocimiento superior» o «experiencia», lo que se da como pura gracia.
Estas formas erróneas, que resurgen esporádicamente a lo largo de la historia al margen de la oración de la Iglesia, parecen hoy impresionar nuevamente a muchos cristianos, al presentarse como un remedio psicológico y espiritual, y como rápido procedimiento para encontrar a Dios[11].
11. Pero estas formas erróneas, donde quiera que surjan, pueden ser descubiertas de modo muy sencillo. La meditación cristiana busca captar, en las obras salvíficas de Dios, en Cristo, Verbo encarnado, y en el don de su Espíritu, la profundidad divina, que se revela en el mismo Cristo siempre a través de la dimensión humana y terrena. Por el contrario, en aquellos métodos de meditación, incluso cuando se parte de palabras y hechos de Jesús, se busca prescindir lo más posible de lo que es terreno, sensible y conceptualmente limitado, para subir o sumergirse en la esfera de lo divino, que, en cuanto tal, no es ni terrestre, ni sensible, ni conceptualizable[12]. Esta tendencia, presente ya en la tardía religiosidad griega (sobre todo en el «neoplatonismo»), se vuelve a encontrar en la base de la inspiración religiosa de muchos pueblos, en cuanto que reconocieron el carácter precario de sus representaciones de lo divino y de sus tentativas de acercarse a él.
12. Con la actual difusión de los métodos orientales de meditación en el mundo cristiano y en las comunidades eclesiales, nos encontramos ante un poderoso intento, no exento de riesgos y errores, de mezclar la meditación cristiana con la no cristiana. Las propuestas en este sentido son numerosas y más o menos radicales: algunas utilizan métodos orientales con el único fin de conseguir la preparación psicofísica para una contemplación realmente cristiana; otras van más allá y buscan originar, con diversas técnicas, experiencias espirituales análogas a las que se mencionan en los escritos de ciertos místicos católicos[13]; otras incluso no temen colocar aquel absoluto sin imágenes y conceptos, propio de la teoría budista[14], en el mismo plano de la majestad de Dios, revelada en Cristo, que se eleva por encima de la realidad finita; para tal fin, se sirven de una «teología negativa» que trascienda cualquier afirmación que tenga algún contenido sobre Dios, negando que las criaturas del mundo puedan mostrar algún vestigio, ni siquiera mínimo, que remita a la infinitud de Dios. Por esto, proponen abandonar no sólo la meditación de las obras salvíficas que el Dios de la Antigua y Nueva Alianza ha realizado en la historia, sino también la misma idea de Dios, Uno y Trino, que es Amor, en favor de una inmersión «en el abismo indeterminado de la divinidad»[15].
Estas propuestas u otras análogas de armonización entre meditación cristiana y técnicas orientales deberán ser continuamente examinadas con un cuidadoso discernimiento de contenidos y de métodos, para evitar la caída en un pernicioso sincretismo.
IV. El camino cristiano de la unión con Dios
13. Para encontrar el justo «camino» de la oración, el cristiano debe considerar lo que se ha dicho precedentemente a propósito de los rasgos relevantes del camino de Cristo, cuyo «alimento es hacer la voluntad del que (le) ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). El Señor Jesús no tiene una unión más interior y más estrecha con el Padre que ésta, por la cual permanece continuamente en una profunda oración; pues la voluntad del Padre lo envía a los hombres, a los pecadores; más aún, a los que le matarán; y no se puede unir más íntimamente al Padre que obedeciendo a esa voluntad. Sin embargo, eso de ninguna manera impide que, en el camino terreno, se retire también a la soledad para orar, para unirse al Padre y recibir de Él nuevo vigor para su misión en el mundo. Sobre el Tabor, donde su unión con el Padre aparece de manera manifiesta, se predice su Pasión (cf. Lc 9, 31) y allí ni siquiera se considera el deseo de permanecer en «tres tiendas» sobre el monte de la Transfiguración. Toda oración contemplativa cristiana remite constantemente al amor del prójimo, a la acción y a la pasión, y, precisamente de esa manera, acerca más a Dios.
14. Para aproximarse a ese misterio de la unión con Dios, que los Padres griegos llamaban divinización del hombre, y para comprender con precisión las modalidades en que se realiza, es preciso ante todo tener presente que el hombre es esencialmente criatura[16] y como tal permanecerá para siempre, de manera que nunca será posible una absorción del yo humano en el Yo divino, ni siquiera en los más altos estados de gracia. Pero se debe reconocer que la persona humana es creada «a imagen y semejanza» de Dios, y el arquetipo de esta imagen es el Hijo de Dios, en el cual y para el cual hemos sido creados (cf. Col 1, 16). Ahora bien, este arquetipo nos descubre el más grande y bello misterio cristiano: el Hijo es desde la eternidad «otro» respecto al Padre, y, sin embargo, en el Espíritu Santo, es «de la misma sustancia»: por consiguiente, el hecho de que haya una alteridad no es un mal, sino más bien el máximo de los bienes. Hay alteridad en Dios mismo, que es una sola naturaleza en tres Personas y hay alteridad entre Dios y la criatura, que son por naturaleza diferentes. Finalmente, en la sagrada eucaristía, como también en los otros sacramentos —y análogamente en sus obras y palabras—, Cristo se nos da a sí mismo y nos hace partícipes de su naturaleza divina[17], sin que destruya nuestra naturaleza creada, de la que él mismo participa con su encarnación.
15. Si se consideran en conjunto estas verdades, se descubre, con gran sorpresa, que en la realidad cristiana se cumplen, por encima de cualquier medida, todas las aspiraciones presentes en la oración de las otras religiones, sin que, como consecuencia, el yo personal y su condición de criatura se anulen y desaparezcan en el mar del Absoluto. «Dios es Amor» (1 Jn 4, 8): esta afirmación profundamente cristiana puede conciliar la unión perfecta con la alteridad entre amante y amado, el eterno intercambio con el eterno diálogo. Dios mismo es este eterno intercambio, y nosotros podemos verdaderamente convertirnos en partícipes de Cristo, como «hijos adoptivos», y gritar con el Hijo en el Espíritu Santo: «Abba, Padre». En este sentido, los Padres tienen toda la razón al hablar de divinización del hombre que, incorporado a Cristo Hijo de Dios por naturaleza, se hace, por su gracia, partícipe de la naturaleza divina, «hijo en el Hijo». El cristiano, al recibir al Espíritu Santo, glorifica al Padre y participa realmente en la vida trinitaria de Dios.
V. Cuestiones de método
16. La mayor parte de las grandes religiones que han buscado la unión con Dios en la oración han indicado también caminos para conseguirla. Como «la Iglesia católica nada rechaza de lo que, en estas religiones, hay de verdadero y santo»[18], no se deberían despreciar sin previa consideración estas indicaciones, por el mero hecho de no ser cristianas. Se podrá, al contrario, tomar de ellas lo que tienen de útil, a condición de mantener la concepción cristiana de la oración, su lógica y sus exigencias, porque sólo dentro de esta totalidad esos fragmentos podrán ser reformados y asumidos. Entre éstos, se puede enumerar en primer lugar la humilde aceptación de un maestro experimentado en la vida de oración que conozca sus normas, según la conocida y constante experiencia de los cristianos desde los tiempos antiguos, ya en la época de los Padres del desierto. Este maestro, experto en el «sentire cum ecclesia», debe no sólo dirigir y llamar la atención sobre ciertos peligros, sino también, como «padre espiritual», introducir con espíritu encendido, de corazón a corazón, por así decir, en la vida de oración, que es don del Espíritu Santo.
17. El final de la Antigüedad no cristiana distinguía tres estados en la vida de perfección: el primero, de la purificación; el secundo, de la iluminación, y el tercero, de la unión. Esta doctrina ha servido de modelo para muchas escuelas de espiritualidad cristiana. Este esquema, en sí mismo válido, necesita sin embargo algunas precisiones que permitan su correcta interpretación cristiana, evitando peligrosas confusiones y malentendidos.
18. La búsqueda de Dios mediante la oración debe ser precedida y acompañada de la ascesis y de la purificación de los propios pecados y errores, porque, según la palabra de Jesús, solamente «los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5, 8). El Evangelio señala sobre todo una purificación moral de la falta de verdad y de amor y, sobre un plano más profundo, de todos los instintos egoístas que impiden al hombre reconocer y aceptar la voluntad de Dios en toda su integridad. En contra de lo que pensaban los estoicos y neoplatónicos, las pasiones no son, en sí mismas, negativas, sino que es negativa su tendencia egoísta y, por tanto, el cristiano debe liberarse de ella para llegar a aquel estado de libertad positiva que la Antigüedad cristiana llama «apatheia», el Medioevo «impassibilitas» y los Ejercicios Espirituales ignacianos «indiferencia»[19]. Esto es imposible sin una radical abnegación, como se ve también en San Pablo, que usa abiertamente la palabra «mortificación» (de las tendencias pecaminosas) [20]. Sólo esta abnegación hace al hombre libre para realizar la voluntad de Dios y participar en la libertad del Espíritu Santo.
19. Por consiguiente, la doctrina de aquellos maestros que recomiendan «vaciar» el espíritu de toda representación sensible y de todo concepto, deberá ser correctamente interpretada, manteniendo sin embargo una actitud de amorosa atención a Dios, de tal forma que permanezca, en la persona que hace oración, un vacío susceptible de llenarse con la riqueza divina. El vacío que Dios exige es el rechazo del propio egoísmo, no necesariamente la renuncia a las cosas creadas que nos ha dado y entre las cuales nos ha colocado. No hay duda de que en la oración hay que concentrarse enteramente en Dios y excluir lo más posible aquellas cosas de este mundo que nos encadenan a nuestro egoísmo. En este punto, San Agustín es un maestro insigne. Si quieres encontrar a Dios, dice, desprecia el mundo exterior y entra en ti mismo; sin embargo, prosigue, no te quedes allí, sino sube por encima de ti mismo, porque tú no eres Dios: Él es más profundo y grande que tú. «Busco en mi alma su sustancia y no la encuentro; sin embargo, he meditado en la búsqueda de Dios y, empujado hacia Él a través de las cosas creadas, he intentado conocer sus “perfecciones invisibles” (Rm 1, 20)»[21]. «Quedarse en sí mismo»: he aquí el verdadero peligro. El gran Doctor de la Iglesia recomienda concentrarse en sí mismo, pero también trascender el yo que no es Dios, sino sólo una criatura. Dios es «interior intimo meo, et superior summo meo»[22]. Efectivamente, Dios está en nosotros y con nosotros, pero nos trasciende en su misterio[23].
20. Desde el punto de vista dogmático, es imposible llegar al amor perfecto de Dios si se prescinde de su autodonación en el Hijo encarnado, crucificado y resucitado. En Él, bajo la acción del Espíritu Santo, participamos, por pura gracia, de la vida intradivina. Cuando Jesús dice: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9), no se refiere simplemente a la visión y al conocimiento exterior de su figura humana («la carne no sirve para nada», Jn 6, 63). Lo que entiende con ello es más bien un «ver» hecho posible por la gracia de la fe: ver a través de su manifestación sensible lo que el Señor Jesús, como Verbo del Padre, quiere verdaderamente mostrarnos de Dios («El Espíritu es el que da la vida […]; las palabras que os he dicho son espíritu y vida», ibid.). En este «ver» no se trata de una abstracción puramente humana («abs-tractio») de la figura en la que Dios se ha revelado, sino de captar la realidad divina en la figura humana de Jesús, de captar su dimensión divina y eterna en su temporalidad. Como dice San Ignacio en los Ejercicios Espirituales, deberíamos intentar captar «la infinita suavidad y dulzura de la divinidad» (n. 124), partiendo de la finita verdad revelada en la que habíamos comenzado. Mientras nos eleva, Dios libremente puede «vaciarnos» de todo lo que nos ata en este mundo, de atraernos completamente a la vida trinitaria de su caridad eterna. Sin embargo, este don puede ser concedido sólo «en Cristo a través del Espíritu Santo» y no por nuestras propias fuerzas, prescindiendo de su revelación.
21. En el camino de la vida cristiana, después de la purificación sigue la iluminación mediante la caridad que el Padre nos da en el Hijo y la unción que de Él recibimos en el Espíritu Santo (cf. 1 Jn 2, 20). Desde la antigüedad cristiana se hace referencia a la «iluminación» recibida en el bautismo. Ésta introduce a los fieles, iniciados en los divinos misterios, en el conocimiento de Cristo, mediante la fe que opera por medio de la caridad. Es más, algunos escritores eclesiásticos hablan explícitamente de la iluminación recibida en el bautismo como fundamento de aquel sublime conocimiento de Cristo Jesús (cf. Flp 3, 8) que viene definido como «theoria» o contemplación[24].
Los fieles, por la gracia del bautismo, están llamados a progresar en el conocimiento y en el testimonio de las misterios de la fe, «por la comprensión interior de las realidades espirituales que experimentan»[25]. Ninguna luz divina hace que las verdades de la fe queden superadas. Por el contrario, las eventuales gracias de iluminación que Dios pueda conceder ayudan a aclarar la dimensión más profunda de los misterios confesados y celebrados por la Iglesia, en espera de que el cristiano pueda contemplar a Dios en la gloria tal y como es (cf. 1 Jn 3, 2).
22. Finalmente, el cristiano que hace oración puede llegar, si Dios lo quiere, a una experiencia particular de unión. Los sacramentos, sobre todo el bautismo y la eucaristía[26], son el comienzo real de la unión del cristiano con Dios. Sobre este fundamento, por una especial gracia del Espíritu, quien ora puede ser llamado a aquel particular tipo de unión con Dios que, en el ámbito cristiano, viene calificado como mística.
23.Ciertamente, el cristiano tiene necesidad de determinados tiempos para retirarse en la soledad, para meditar y para encontrar su camino en Dios; pero, dado su carácter de criatura, y de criatura consciente de no estar seguro sino por la gracia, su modo de acercarse a Dios no se fundamenta en una técnica, en el sentido estricto de la palabra, porque esto iría en contra de la infancia espiritual que predica el Evangelio. La auténtica mística cristiana nada tiene que ver con la técnica: es siempre un don de Dios, del cual se siente indigno quien lo recibe[27].
24.Hay determinadas gracias místicas, por ejemplo, las conferidas a los fundadores de instituciones eclesiales en favor de toda su fundación, así como a otros santos, que caracterizan su peculiar experiencia de oración y no pueden, como tales, ser objeto de imitación y aspiración para otros fieles, aunque pertenezcan a la misma institución y estén deseosos de una oración siempre más perfecta[28]. Pueden existir diversos niveles y modalidades de participación en la experiencia de oración de un fundador, sin que a todos deba ser conferida con idénticas características. Por otra parte, la experiencia de oración, que ocupa un puesto privilegiado en todas las instituciones auténticamente eclesiales antiguas y modernas, constituyen siempre, en último término, algo personal, ya que Dios da sus gracia a la persona en orden a la oración.
25. A propósito de la mística, se debe distinguir entre los dones del Espíritu Santo y los carismas concedidos en modo totalmente libre por Dios. Los primeros son algo que todo cristiano puede reavivar en sí mismo a través de una vida solícita de fe, de esperanza y de caridad y, de esa manera, llegar a una cierta experiencia de Dios y de los contenidos de la fe, por medio de una seria ascesis; en cuanto a los carismas, san Pablo dice que existen sobre todo en favor de la Iglesia, de los otros miembros del Cuerpo místico de Cristo (cf. 1 Cor 12, 7). Al respecto hay que recordar, por una parte, que los carismas no se pueden identificar con los dones extraordinarios «místicos» (cf. Rm 12, 3-21); por otra, que la distinción entre «dones del Espíritu Santo» y «carismas» no es tan estricta. Un carisma fecundo para la Iglesia no puede ejercitarse, en el ámbito neotestamentario, sin un determinado grado de perfección personal; por otra parte, todo cristiano «vivo» posee una tarea peculiar (y en este sentido un «carisma») «para la edificación del Cuerpo de Cristo» (cf. Ef 4, 15-16)[29], en comunión con la jerarquía católica, a la cual «compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno» (LG 12).
VI. Métodos psicofísicos-corpóreos
26. La experiencia humana demuestra que la posición y la actitud del cuerpo no dejan de tener influencia sobre el recogimiento y la disposición del espíritu, por lo cual algunos escritores espirituales del Oriente y del Occidente cristiano le han prestado atención.
Sus reflexiones, aun presentando puntos en común con los métodos orientales no cristianos de meditación, evitan aquellas exageraciones o visiones unilaterales que, en cambio, con frecuencia se proponen hoy día a personas insuficientemente preparadas.
Los autores espirituales han adoptado aquellos elementos que facilitan el recogimiento en la oración, reconociendo al mismo tiempo su valor relativo: son útiles si se conforman y se orientan a la finalidad de la oración cristiana[30]. Por ejemplo, el ayuno cristiano posee ante todo el significado de un ejercicio de penitencia y de abstinencia, pero, ya para los Padres, estaba también orientado a hacer más disponible al hombre para el encuentro con Dios y al cristiano más capaz de dominio de sí mismo y, simultáneamente, más atento a los hermanos necesitados.
En la oración, el hombre entero debe entrar en relación con Dios y, por consiguiente, también su cuerpo debe adoptar la postura más propicia al recogimiento[31]. Tal posición puede expresar simbólicamente la misma oración, variando según las culturas y la sensibilidad personal. En algunos lugares, los cristianos están adquiriendo hoy una mayor conciencia de cómo puede favorecer la oración una determinada actitud del cuerpo.
27. La meditación cristiana de Oriente[32] ha valorizado el simbolismo psicofísico, que a menudo falta en la oración de Occidente. Este simbolismo puede ir desde una determinada actitud corpórea hasta las funciones vitales fundamentales, como la respiración o el latido cardíaco. El ejercicio de la «oración del Señor Jesús» por ejemplo, que se adapta al ritmo respiratorio natural, puede, al menos por un cierto tiempo, servir de ayuda real para muchos[33]. Por otra parte, los mismos maestros orientales han constatado también que no todos son igualmente idóneos para hacer uso de este simbolismo, porque no todas las personas están en condiciones de pasar del signo material a la realidad espiritual que se busca. El simbolismo, comprendido en modo inadecuado e incorrecto, puede incluso convertirse en un ídolo y, como consecuencia, en un impedimento para la elevación del espíritu a Dios. Vivir en el ámbito de la oración toda la realidad del propio cuerpo como símbolo es todavía más difícil: puede degenerar en un culto al mismo y hacer que se identifiquen subrepticiamente todas sus sensaciones con experiencias espirituales.
28. Algunos ejercicios físicos producen automáticamente sensaciones de quietud o de distensión, sentimientos gratificantes y, quizá, hasta fenómenos de luz y calor similares a un bienestar espiritual. Confundirlos con auténticas consolaciones del Espíritu Santo sería un modo totalmente erróneo de concebir el camino espiritual; atribuirles significados simbólicos típicos de la experiencia mística, cuando la actitud moral del interesado no se corresponde con ella, representaría una especie de esquizofrenia mental que puede conducir incluso a disturbios psíquicos y, en ocasiones, a aberraciones morales.
Esto no impide que auténticas prácticas de meditación provenientes del Oriente cristiano y de las grandes religiones no cristianas, que ejercen un atractivo sobre el hombre de hoy, alienado y turbado, puedan constituir un medio adecuado para ayudar a la persona que hace oración a estar interiormente distendida delante de Dios, aunque le urjan las solicitaciones exteriores.
Sin embargo, es preciso recordar que la unión habitual con Dios, o esa actitud de vigilancia interior y de invocación de la ayuda divina que en el Nuevo Testamento viene llamada la «oración continua»[34], no se interrumpe necesariamente ni siquiera cuando hay que dedicarse, según la voluntad de Dios, al trabajo y al cuidado del prójimo, según exhorta el Apóstol: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10, 31). Efectivamente, la oración auténtica, como sostienen los grandes maestros espirituales, suscita en los que la practican una ardiente caridad que los empuja a colaborar en la misión de la Iglesia y al servicio de sus hermanos para mayor gloria de Dios[35].
VII. «Yo soy el camino»
29. Todo fiel debe buscar y puede encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza de la oración cristiana enseñada por la Iglesia; pero todos estos caminos personales confluyen, al final, en aquel camino al Padre, que Jesucristo ha proclamado que es Él mismo. En la búsqueda del propio camino, cada uno se dejará, pues, conducir no tanto por sus gustos personales cuanto por el Espíritu Santo, que le guía, a través de Cristo, al Padre.
30. En todo caso, para quien se empeña seriamente vendrán tiempos en los que le parecerá vagar en un desierto sin «sentir» nada de Dios a pesar de todos sus esfuerzos. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la oración. Pero no debe identificar inmediatamente esta experiencia, común a todos los cristianos que rezan, con la «noche oscura» mística. De todas maneras, en aquellos períodos debe esforzarse firmemente por mantener la oración, que, aunque podrá darle la impresión de una cierta «artificiosidad», se trata en realidad de algo completamente diverso: es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por ninguna consolación subjetiva.
En esos momentos aparentemente negativos se muestra lo que busca realmente quien hace oración: si busca a Dios, que, en su infinita libertad, siempre lo supera, o si se busca sólo a sí mismo, sin lograr ir más allá de las propias «experiencias», ya le parezcan experiencias positivas de unión con Dios, ya le parezcan negativas de «vacío» místico.
31. La caridad de Dios, único objeto de la contemplación cristiana, es una realidad de la cual uno no se puede «apropiar» con ningún método o técnica: es más, debemos tener siempre la mirada fija en Jesucristo, en quien la caridad divina ha llegado por nosotros a tal punto sobre la cruz, que también Él ha asumido para sí la condición de abandonado por el Padre (cf. Mc 15, 34). Debemos, pues, dejar decidir a Dios la manera con que quiere hacernos partícipes de su amor. Pero no debemos intentar jamás, en modo alguno, ponernos al mismo nivel del objeto contemplado, el amor libre de Dios, ni siquiera cuando, por la misericordia de Dios Padre, mediante el Espíritu Santo enviado a nuestros corazones, se nos da gratuitamente en Cristo un reflejo sensible de este amor divino y nos sentimos como atraídos por la verdad, la bondad y la belleza del Señor.
Cuanto más se le concede a una criatura acercarse a Dios, tanto más crece en ella la reverencia delante del Dios tres veces Santo. Se comprende entonces la palabra de san Agustín: «Tú puedes llamarme amigo, yo me reconozco siervo»[36], o bien la palabra, para nosotros aún más familiar, pronunciada por aquella a quien Dios ha gratificado con la mayor y más alta familiaridad: «Ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava» (Lc 1, 48).
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, durante una audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto, ha aprobado esta carta, decidida en reunión plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y ha ordenado su publicación.
Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el día 15 de octubre de 1989, fiesta de Santa Teresa de Jesús.
Joseph Cardenal RatzingerPrefecto
 
+ Alberto BovoneArzobispo titular de Cesarea de Numidia
Secretario

Notas
* AAS 82 (1990) 362-379.
[1] Con la expresión "métodos orientales" se entienden métodos inspirados en el hinduismo y el budismo, como el "zen", la "meditación trascendental" o el "yoga". Se trata, pues, de métodos de meditación del Extremo Oriente no cristiano que, no pocas veces hoy en día, son utilizados también por algunos cristianos en su meditación. Las orientaciones de principio y de método contenidas en el presente documento desean ser un punto de referencia no sólo para este problema, sino también, más en general, para las diversas formas de oración practicadas en las realidades eclesiales, particularmente en las asociaciones, movimientos y grupos.
[2] Sobre el uso del libro de los Salmos en la oración de la Iglesia, cf. Institutio generalis de Liturgia Horarum, nn. 100-109.
[3] Cf., por ej., Éx 15; Dt 32; 1 Sam 2; 2 Sam 22, algunos textos proféticos, 1 Crón 16.
[4]. Const. dogm. Dei Verbum, n. 2. Este documento ofrece otras indicaciones importantes para una comprensión teológica y espiritual de la oración cristiana; véanse, por ejemplo, los nn. 3, 5, 8 y 21.
[5] Const. dogm. Dei Verbum, n. 25.
[6] Sobre la oración de Jesús véase Institutio generalis de Liturgia Horarum, nn. 3-4.
[7]. Cf. Institutio generalis de Liturgia Horarum, n. 9.
[8] La pseudognosis consideraba la materia como algo impuro, degradado, que envolvía el alma en una ignorancia de la que debía librarse por la oración; de esa manera, el alma se elevaba al verdadero conocimiento superior y, por tanto, a la pureza. Ciertamente, no todos podían conseguirlo, sino sólo los hombres verdaderamente espirituales; para los simples creyentes bastaban la fe y la observancia de los mandamientos de Cristo.
[9] Los mesalianos fueron ya denunciados por S. Efrén Sirio (Hymno contra Haereses 22, 4, ed. E. Beck, CSCO 169, 1957, p. 79) y después, entre otros, por Epifanio de Salamina (Panarion, también llamado Adversus Haereses: PG 41, 156-1200; PG 42, 9-832) y Anfiloquio, obispo de Iconio (Contra haereticos: G. Ficker, Amphilochiana 1, Leipzig 1906, p. 21-77).
[10]. Cf., por ej., San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, II, cap. 7, 11.
[11] En la Edad Media existían corrientes extremistas al margen de la Iglesia, descritas, no sin ironía, por uno de los grandes contemplativos cristianos, el flamenco Jan Van Ruysbroek. Distingue éste en la vida mística tres tipos de desviación (Die gheestelike Brulocht 228, 12-230, 17; 230, 18-232, 22; 232, 23-236, 6) y hace también una crítica general referida a estas formas (236, 7-237, 29). Más tarde, técnicas semejantes han sido descritas y rechazadas por santa Teresa de Jesús. Observa ésta agudamente que "el mismo cuidado que se pone en no pensar en nada despertará la inteligencia a pensar mucho" y que dejar de lado el misterio de Cristo en la meditación cristiana es siempre una especie de "traición" (cf. Santa Teresa de Jesús, Vida 12, 5 y 22, 1-5).
[12] Mostrando a toda la Iglesia el ejemplo y la doctrina de santa Teresa de Jesús, que en su tiempo debió rechazar la tentación de ciertos métodos que invitaban a prescindir de la Humanidad de Cristo en favor de un vago sumergirse en el abismo de la divinidad, el papa Juan Pablo II decía en una homilía el 1 de noviembre de 1982 que el grito de Teresa de Jesús en favor de una oración enteramente centrada en Cristo "vale también en nuestros días contra algunas técnicas de oración que no se inspiran en el Evangelio y que prácticamente tienden a prescindir de Cristo, en favor de un vacío mental que dentro del cristianismo no tiene sentido. Toda técnica de oración es válida en cuanto se inspira en Cristo y conduce a Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida" (cf. Jn 14, 6). Véase: Homelia Abulae habita in honorem Sanctae Teresiae, AAS 75 (1983), 256-257.
[13] Véase, por ejemplo, "La nube del no saber", obra espiritual de un escritor anónimo inglés del siglo XIV.
[14] El concepto "nirvana" se entiende, en los textos religiosos del budismo, como un estado de quietud que consiste en la anulación de toda realidad concreta por ser transitoria y, precisamente por eso, decepcionante y dolorosa.
[15] El Maestro Eckhart habla de una inmersión "en el abismo indeterminado de la divinidad" que es una "tiniebla en la cual la luz de la Trinidad nunca ha resplandecido". Cf. Sermo "Ave gratia plena", al final (J. Quint, Deutsche Predigten und Traktate, Hanser 1955, p. 261).
[16] Cf. Const. past. Gaudium et spes n. 19, 1 : "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva. Y sólo puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador".
[17] Como escribe santo Tomás a propósito de la eucaristía: "…proprius effectus huius sacramenti est conversio hominis in Christum, ut dicat cum Apostolo: Vivo ego, iam non ego; vivit vero in me Christus (Gal 2, 20)" (In IV Sent., d. 12, q. 2, a. 1).
[18] Decl. Nostra aetate, n. 2.
[19] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 23 y passim.
[20] Cf. Col 3, 5; Rm 6, 11ss.; Gal 5, 24.
[21] San Agustín, Enarrationes in Psalmos XLI, 8: PL 36, 469.
[22] San Agustín, Confessiones 3, 6, 11: PL 32, 688. Cf. De vera Religione 39, 72: PL 34, 154.
[23] El sentido cristiano positivo del "vaciamiento" de las criaturas resplandece de forma ejemplar en el Pobrecillo de Asís. San Francisco, precisamente porque ha renunciado a ellas por amor del Señor, las contempla llenas de su presencia y resplandecientes en su dignidad de criaturas de Dios y entona la callada melodía de su ser en el Cántico de las criaturas (cf. C. Esser, Opuscula sancti Patris Francisci Assiensis, Ed. Ad Claras aquas Grottaferrata (Roma), 1978, p. 83-86. En el mismo sentido escribe en la Carta a todos los fieles: "Toda criatura que hay en el cielo y en la tierra, en el mar y los abismos (Ap 5, 13) rinda a Dios alabanzas, gloria, honor y bendición, pues Él es nuestra virtud y fortaleza; Él solo es bueno (Lc 18, 19), Él solo altísimo, omnipotente, admirable, glorioso; solo Él santo, digno de ser alabado y bendecido por los siglos de los siglos. Amén" (ibid. Opuscula, o.c., p. 124).
San Buenaventura hace notar cómo Francisco percibía en cada criatura la huella de Dios y derramaba su alma en el gran himno del reconocimiento y la alabanza (cf. Legenda S. Francisci, cap. 9, n. 1, en Opera Omnia, ed. Quaracchi 1898, Vol. VIII, p. 530).
[24] Véanse, por ejemplo, San Justino, Apologia I, 61, 12-13: PG 6, 420-421; Clemente de Alejandría, Paedagogus I, 6, 25-31: PG 8, 281-284; San Basilio de Cesarea, Homiliae diversae 13, 1: PG 31, 424-425; San Gregorio Nacianceno, Orationes 40, 3, 1: PG 36, 361.
[25] Const. dogm. Dei Verbum, n. 8.
[26] La eucaristía, definida por la constitución dogmática Lumen gentium "Fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (n. 11), nos hace participar realmente del Cuerpo del Señor; en ella "somos elevados a la comunión con Él" (n. 7).
[27] Cf. Santa Teresa de Jesús, Castillo interior IV, 1, 2.
[28]Nadie que haga oración aspirará, sin una gracia especial, a una visión global de la revelación de Dios como San Gregorio Magno reconoce en san Benito, o al impulso místico con el que san Francisco de Asís contemplaba a Dios en todas sus criaturas, o a una visión también global, como la que tuvo san Ignacio en el río Cardoner y de la cual afirma que, en el fondo, habría podido tomar para él el puesto de la Sagrada Escritura. La "noche oscura" descrita por san Juan de la Cruz es parte de su personal carisma de oración: no es preciso que todos los miembros de su Orden la vivan de la misma forma, como si fuera la única manera de alcanzar la perfección en la oración a que están llamados por Dios.
[29] La llamada del cristiano a experiencias "místicas" puede incluir tanto lo que santo Tomás califica como experiencia viva de Dios a través de los dones del Espíritu Santo, como las formas inimitables —a las que, por tanto, no se debe aspirar— de donación de la gracia (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, Ia-IIae, q. 68, a. 1 c, como también a. 5 ad 1).
[30] Véanse, por ejemplo, los escritores antiguos que hablan de la actitud del orante asumida por los cristianos en oración: Tertuliano, De oratione, XIV: PL 1, 1170; XVII: PL 1, 1174-1176; Orígenes, De oratione, XXXI, 2: PG 11, 550-553. Y refiriéndose al significado de tal gesto: Bernabé, Epistula XII, 2-4: PG 2, 760-761; San Justino, Dialogus, 90, 4-5: PG 6, 689-692; San Hipólito Romano, Commentarium in Dan., III, 24: GCS I, 168, 8-17; Orígenes, Homiliae in Ex., XI, 4: PG 12, 377-378. Sobre la posición del cuerpo, véase también Orígenes, De Oratione XXXI, 3: PG 11, 553-555.
[31] Cf. San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 76.
[32] Como, por ejemplo, la de los anacoretas hesicastas. La "hesyquia" o quietud, externa e interna, es considerada por los anacoretas una condición de la oración; en su forma oriental, está caracterizada por la soledad y las técnicas de recogimiento.
[33] El ejercicio de la "oración a Jesús", que consiste en repetir una fórmula densa de referencias bíblicas de invocación y súplica (por ejemplo, "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí"), se adapta al ritmo respiratorio natural. Sobre esto cf. San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 258.
[34] Cf. 1 Tes 5, 17 y 2 Tes 3, 8-12. De éstos y otros textos surge la problemática: ¿cómo conciliar la obligación de la oración continua con la del trabajo? Pueden verse, entre otros, San Agustín, Epistula 130, 20: PL 33, 501-502, y San Juan Casiano, De institutis coenobiorum III, 1-3: SCh 109, 92-93. Puede leerse también la Demostración sobre la oración de Afrahate, el primer Padre de la iglesia siríaca, y en particular los números 14-15, dedicados a las llamadas "obras de la oración" (cf. la edición de L. Parisot, Afraatis Sapientis Persae Demonstrationes, IV: Patrologia Syriaca 1, 170-174).
[35] Cf. Santa Teresa de Jesús, Castillo interior, VII, 4, 6.
[36] San Agustín, Ennarrationes in Psalmos CXLII, 6: PL 37, 1849. Véase también San Agustín, Tractatus in Iohannem IV 9: PL 35, 1410: "Quando autem nec ad hoc dignum se dicit, vere plenus Spiritu Sancto erat, qui sic servus Dominum agnovit, et ex servo amicus fieri meruit".

miércoles, 22 de agosto de 2012

Algo muy grave va a suceder en este pueblo

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.
 
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

-Te apuesto un peso a que no la haces.

Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.

Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.

Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)

-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.

Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.

Gabriel García Márquez

“La muerte tiene permiso”


 Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.

            - Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándoles a ser sucios por dentro...

            - Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.

            - ¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.

            - Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué?, estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso?

            El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros.

            Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan el las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre de campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.

            Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre.

            Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano.

            Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.

            El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades.

            - Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.

Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un candil.

            Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es que debe tomar la palabra.

            - Yo crioque Jilipe: sabe mucho...

            - Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez...

             No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:

            - Pos que le toque a Sacramento... Sacramento espera.

            - Ándale, levanta la mano... La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra está concedida.

            - Órale, párate.

            La mano baja cuando Sacramento se pone de pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:

            - A ver ese que pidió la palabra, lo estamos esperando.

            Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.

            - Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja contra el presidente municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con las suyas.

Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al presidente municipal.

            Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.

            - Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos quería cobrar de más. Pero el presidente municipal trajo unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaba las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos...

            Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.

            - Pos luego lo de m’ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al presidente municipal, pa reclamarle... Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del presidente municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada...

            La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla al extremo de la mesa.

            - Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el presidente municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos...

            Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de Sacramento es lo único que resuena en el recinto.

            - Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el presidente municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con Herminio y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a la fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a de veras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.

            Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.

            - Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes  -Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al presidente municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano...

            - Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.

            -  Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.

            -  No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia; ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.

            -  Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.

            -  Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.

            -  ¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian?. Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene.

            Yo exijo que se someta a votación la propuesta.

            -  Yo pienso como usted, compañero.

            -  Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una petición como ésta.

            Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre de campo. Su voz es  inapelable.

            - Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.

            Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos.

            - Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al presidente municipal, que levanten la mano...

            Todos los brazos se tienden en alto. También los de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa.

            - La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan.

            Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.

            - Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde  ayer el presidente de San Juan de las Manzanas está difunto.
Edmundo Valadés